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“Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mateo 28,19-20).
“Id y haced discípulos”. Éste es el gran mandato que Jesús, después de su Resurrección, da a sus discípulos. Y es también la misión que nosotros, como buenos cristianos, debemos llevar a cabo. Pero… ¿realmente actuamos como discípulos comprometidos con la palabra de Dios?, ¿hasta qué punto ese mensaje nos mueve a querer salir en busca de almas a las que acercar a Dios?
En muchos sectores de la sociedad actual se aprecia un cierto inmovilismo e individualismo que, en muchas ocasiones, poco o nada beneficia. Cuando hablamos de la Iglesia nos referimos a la gran comunidad de los hijos de Dios que están llamados a llevar una vida en Cristo y, al mismo tiempo, a evangelizar, es decir, llevar el espíritu de Jesús, su mensaje, a las personas para que puedan decidir seguirlo y convertirse en discípulos. Y un discípulo no es más que alguien que ha encontrado la transformación de Jesucristo en su propia vida, se ha rendido a su voluntad y ha elegido seguirle y el cual se caracteriza por el deseo y la voluntad de crecer, dar, servir, adorar, construir comunidad y vivir para Cristo.

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En su encíclica Evangelii Gaudium el Papa Francisco exhorta a todos los fieles a vivir una vida como discípulos misioneros. La Iglesia actual ha de ser, por tanto, una Iglesia en salida. Pero una cosa es la teoría y otra bien distinta la práctica pues con frecuencia los cristianos caemos en el error de no querer compartir con los demás nuestro inmenso amor a Dios y el inmenso poder de su palabra reveladora y salvífica, especialmente, con quienes sufren y se encuentran más alejados de Él. No somos conscientes de que nuestra tarea evangelizadora consiste precisamente en eso: llevar almas a Dios.
Los laicos estamos invitados a llevar a cabo esta misión al igual que están llamados los sacerdotes, obispos y demás miembros de la Iglesia. Seguir a Jesús implica necesariamente cumplir este gran mandamiento. Pero para ello, en nuestro caso, no es necesaria una amplitud de conocimientos teológicos, catequéticos, espirituales,… los cuales debamos dar a conocer, no. Es algo mucho más sencillo y que está al alcance de todos nosotros. Basta con mostrar a los demás el amor misericordioso de Dios de la manera más humilde y sencilla posible. Simplemente eso.
“El evangelizador no desea enseñar, sino enamorar. Hacer que el otro descubra el Amor y Misericordia de Dios”.

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Los cristianos hemos sido creados para conocer, amar y servir a Dios. Como pescadores de hombres debemos procurar que nuestras parroquias se llenen no de miembros, sino de almas dispuestas, como nosotros, no sólo a acercarse a Él, conocerlo y amarlo sino también a servirle cumpliendo con el mandato de Jesús. Es a través de las parroquias donde podemos desarrollar este discipulado en comunidad y no de manera individual.
Es tiempo de pasar del mantenimiento a la misión, del inmovilismo, de salir de nuestra zona de confort y actuar. ¡Tenemos una gran y hermosa tarea por delante! Así, pues, hoy más que nunca, aprovechando que nos encontramos en el mes de María, nuestra bendita Madre, sigamos su ejemplo y digamos “SÍ” a la voluntad de Dios.
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