Imagen de Gerd Altmann en Pixabay
La realidad de la vida cotidiana nos pone cada día de cara a la condicionalidad del amor con la que nos encontramos momento a momento. La aceptación es un tesoro difícil de encontrar y el juicio suele ser la moneda corriente con la que apreciamos o no la vida de los demás.
Juzgamos… casi permanentemente juzgamos: por la condición social, por la posición económica, por la sexualidad, por la cosmovisión, por el aspecto físico, por el pensamiento político, por la nacionalidad, por gustos deportivos, por la creencia religiosa, por la profesión, por el nivel de educación, por la manera de vestir y por tantas y tantas variables más que no terminaríamos nunca de enumerar. En realidad, poco importa cuál sea la “variable que da origen al juicio”. Lo que interesa es la incapacidad de tolerancia que los seres humanos estamos teniendo entre nosotros.
Pareciera que vivimos con una premisa implícita: “el que no piensa como yo es una amenaza”. Y de acuerdo con eso nos movemos, nos vinculamos, acogemos o excluimos, perdiendo de vista lo que subyace, lo que nos trasciende a todos, nuestra fuente vital, nuestra condición de seres humanos únicos, irrepetibles, responsables y libres. Por lo menos, ésa es mi mirada personal. Y, cuando perdemos de vista nuestra humanidad común, nos volvemos “peligrosos”, gregarios, fanáticos, y creemos que hay UNA verdad absoluta que, por supuesto, es la nuestra.
Desde esa mirada, sin dudas, es imposible el diálogo, el enriquecimiento mutuo, la apertura y el crecimiento. Sólo queda librar un combate para exterminar y excluir a quien no es capaz de vibrar en nuestra misma sintonía. Así es como generamos a nuestro alrededor un mundo separatista en lugar de construir un mundo de acogida. Y lo peor de todo es que hasta queremos que el Dios en que creemos sostenga estas premisas que guían nuestra propia vida. Fantaseamos un Dios a nuestra medida, que nos tranquiliza la conciencia y que, por supuesto, avala todas nuestras premisas, sentires y acciones. Y así es como terminamos discriminando en el nombre de Dios.
Hoy dejo que esta realidad me interpele, me sacuda, me saque de mi zona de confort y me estimule a preguntarme una vez más…
- ¿Cómo es el Dios en el que creo?
- ¿Cuáles son las características relevantes que me convocan a creer en Él?
- ¿Cómo me invita a vincularme con los demás, conmigo, con la naturaleza, con Él?
- ¿Cuáles son los valores que me motiva a desplegar y a sostener en mi vida?
- ¿Es un Dios de cuidado?, ¿de acogida?, ¿de diálogo?
- ¿Quién es Aquél que me inspira?
- ¿En qué me apoyo cada día para tomar mis decisiones?
- ¿Qué horizontes me proyecto y cómo construyo mi camino hacia ellos? ¿A costa de qué?, ¿de quiénes?
No quiero perder de vista las grandes preguntas, pues son las que me llevarán día tras día a elegir el rumbo de mi vida. No quiero transitar por ella en piloto automático… ¡quiero ser protagonista! Te invito a que contactes con tus propias preguntas, sin mimetizarte con lo que “la mayoría” elige, sino con aquello que brota de lo más profundo de tu ser y que sientes que vale la pena seguir. Aquello que late fuertemente en tu interior.
La sociedad actual suele empujarnos a no pensar, a no realizar contacto con aquello que nos habita y a no preguntarnos por nuestras creencias y valores más profundos. Nos impulsa a correr frenéticamente detrás de la multitud desorientada que se mueve masivamente sin saber hacia dónde ni para qué. Y en esa multitud terminamos perdiéndonos a nosotros mismos, nos vaciamos de sentido, nos desconectamos de nuestra humanidad y de la humanidad de los demás. Y nos vamos volviendo ciegos, personalistas, defensivos, mientras vamos dejando atrás nuestra esencia, nuestra capacidad de conexión. Una sociedad en la que vivimos que nos lleva a encerrarnos en nuestras propias necesidades y donde no hay lugar para el otro, el otro no importa… y el Otro, tampoco.
Como católica crecí de la mano de una catequesis que me mostraba la silueta rígida de un Dios juez, castigador. Sin embargo, agradezco infinitamente que, en mi camino de espiritualidad, de oración y de búsqueda, pudiera encontrarme con el rostro del Dios de la Misericordia, Aquél que inclina amorosamente su mirada y su corazón sobre cada uno de nosotros, nos sonríe y nos tiende una mano para que podamos ponernos de pie una y otra vez.
Y así, puedo decir a viva voz que creo en Aquél que…
- Escucha, que empatiza, que es capaz de leer en lo más profundo de nuestro corazón y al que no necesito explicarle nada porque conoce todas mis razones.
- Abre mi oído y mi corazón para que yo pueda acoger de la misma manera a los demás, incluso hasta aquellos a los que me resulta más difícil.
- Desplegó a pleno la humanidad y que desde su manera de ser me convoca a seguir sus pasos.
- Me lo ha mostrado todo con su propia vida, que hoy sirve de caja de resonancias para la mía.
- Es capaz de “ahuecarse” para acoger la vida y la realidad de los otros, invitándonos a todos a hacernos UNO.
Me permito esta mirada revolucionaria, tan antigua y tan nueva y, sobre todo, tan necesaria. Así es como me dejo convocar a salirme de la fila, a no seguir a la manada, a no quedarme mirándome el ombligo de manera egoísta, sino a aceptar el desafío de trascenderme y poner mis manos y mi corazón en aquella sintonía que me posibilite ser una herramienta para derribar muros, tender puentes… y ser capaz de ayudar a construir un mundo de acogida.
Comparte este artículo:
0 comentarios