La misericordia de Dios: historia de una conversión

por | Nov 7, 2022

Mi vida es una vida normal, afortunada diría yo. Me llamo Víctor Manuel y tengo 48 años. Nací en Córdoba aunque me crié en Huelva, en el seno de una familia trabajadora con estudios básicos pero con principios y valores superiores. Mis padres se esforzaron para que todas las necesidades materiales de mi único hermano y mías estuvieran sobradamente atendidas. También nos garantizaron el cariño y el amor incondicional.

Mis padres nos transmitieron la fe en Dios aunque sin entrar en un conocimiento profundo ni involucrarse en la Iglesia. Mi primer contacto con la fe fue en un colegio religioso, pero mi hermano tuvo una mala experiencia y mis padres nos cambiaron a otros colegios. A mí me ingresaron en un colegio público. Para mí el cambio fue muy positivo.

El hecho de que mis padres tuvieran que estar alejados de su ciudad natal, de toda nuestra familia, unido a los grandes esfuerzos para poder conseguir trabajos estables, determinaría mucho nuestra vida. Uno de los mayores sacrificios fue que mi padre tuvo que separarse de mi madre, de mi hermano y de mí durante 4 años. Esto, unido a que mi madre trabajaba y al mismo tiempo hacía cursos para conseguir la plaza, hizo que mi hermano y yo nos criáramos prácticamente solos. Y, para colmo, la relación entre mi hermano y yo nunca fue buena.

La misericordia de Dios

Recuerdo sentir cierta soledad en mi niñez y falta de guía en mi vida. Además mi padre era una persona muy buena pero muy reservada. Recuerdo ir solo al colegio, comer en el comedor del colegio y regresar a casa a las 18:00 h. de la tarde, merendar e irme a jugar a la calle. Ya por la noche sí estaba mi madre, siempre atareada, aunque algunas veces me tenía que ir a casa de alguna vecina porque ella iba a llegar más tarde.

Así mi infancia discurría feliz, a pesar del sentimiento de soledad. Fui creciendo y me fui encerrando en mí mismo. Mis habilidades emocionales cada vez eran más reducidas. De repente, llegó algo que complicó toda mi vida. Mi madre, por fin, consiguió trabajo en Córdoba y nos mudamos. Eso coincidió con el momento de pasar de la Educación General Básica al instituto, un instituto religioso. La idea no me gustaba nada porque ya había tenido una experiencia no del todo buena en el colegio religioso.

Mi experiencia en el instituto comenzó mal. Empecé nervioso, sin amigos. Ahora mi soledad no sólo era emocional sino también física. En la primera semana de instituto, fiel a mis bromitas inocentes, me echaron de clase, la primera vez que me echaban de clase. Otro hecho que no ayudó fue que venía de estudiar francés y empecé a dar inglés y suspendí mi primera asignatura, la primera vez que suspendía.

Al año de estar en Córdoba, mi hermano consiguió un trabajo y se marchó de casa. Pronto me di cuenta de que el carácter de las personas de costa era más abierto a los pueblos de interior y me costaba mucho hacer amigos. Eso, unido a que era el momento culmen de la adolescencia, hizo que, sin darme cuenta, en ese momento me fuera aislando, fuera minándose mi autoestima y finalmente entrara en una depresión. Además, como mis recursos emocionales para expresar mis sentimientos eran muy limitados, eso hizo que no me abriera y no me dejara ayudar. Todo se fue haciendo una enorme bola que iba aumentando mi frustración.

En un determinado momento, comencé a salir con un grupo de chavales por las noches y empecé a beber, que aunque no me gustaba nada, me servía para desinhibirme e integrarme. También empecé a fumar por el mismo motivo, de manera que empecé a hacer cosas que no me gustaban y así encontré la tapadera perfecta para no afrontar mis problemas y no madurar.

Empecé a salir todos los fines de semana. Sin embargo, seguía sin sentirme bien conmigo mismo. Sentía un vacío y un profundo anhelo en mi corazón, siempre tenía la sensación de estar buscando algo, sentía que algo me faltaba.

Luego vino una época de rebeldía con el colegio religioso. Ya solo veía lo malo de la religión. Con el tiempo, pude darme cuenta que también rechazaba las oportunidades o las llamadas que Dios me iba haciendo y que habrían podido calmar ese vacío interior que siempre había sentido. Fueron años de mucha angustia, dolor y sufrimiento. Una pérdida de identidad, una sensación de vacío. Me dejaba arrastrar por acciones de las que no me sentía orgulloso. No me sentía bien conmigo mismo. Sabía que no quería eso, pero tampoco sabía cómo cambiar mi vida. Esto hacía que, sin darme cuenta estuviera, dañándome con heridas más profundas en mi ser y en mi alma.

La misericordia de Dios

Comencé la Universidad y empecé a llenar el vacío con todo tipo de placeres materiales e ideologías que me llevaron a una rebeldía con la sociedad. Hice muchas cosas de las que no me siento orgulloso. Conscientemente no hacía mal a nadie porque mis padres me habían enseñado unos elevados valores morales y éticos. El dolor me lo infringía a mí mismo y claro, cuando uno no está bien consigo mismo y no se quiere, pues también es inevitable hacer daño a las demás personas, aunque sea indirectamente.

No tenía miedo a nada y también rechazaba a la Iglesia abiertamente, aunque guardaba a Dios y a Jesús en mi corazón, pero con una religión hecha totalmente a mi medida. Sin darme cuenta, lo único que hacía era acrecentar mi dolor y mi confusión.

Al tercer año de carrera tuve que tomar una decisión: o dejaba las salidas nocturnas (que eran casi diarias) o dejaba de estudiar. Gracias a Dios y ayudado por mi madre tomé la decisión correcta. Empecé a centrarme en hacer lo que tenía que hacer. Me costó bastante al principio, pero siempre tuve una gran fuerza interior. Me alejé de todas las amistades que no me convenían y empecé a hacer lo que se supone que correspondía hacer.

Me encerré en la biblioteca, terminé dos carreras y una formación complementaria mientras trabajaba los fines de semana. Posteriormente, conseguí distintos trabajos cualificados y llegué a vivir en más de 15 ciudades, lo que me llevó a obtener éxitos profesionales. Pero nada de eso me llenaba.

Aunque sabía que mi vida había mejorado y había conseguido alejarme de todo aquello que durante un tiempo podría haberme arrastrado a la perdición y que sólo con la perspectiva del tiempo fue más peligroso de lo que me hubiera imaginado.

La misericordia de Dios
La misericordia de Dios

Me centré pero dejé de buscar. Perdí toda esperanza, dejé de escuchar la llamada que siempre había sentido en mi interior y que me impulsaba a buscar en sitios donde no tenía que hacerlo y que me había metido en muchos problemas. Así que di por hecho que la vida era así y que tenía que cargar con la insoportable levedad del ser. Para mí muchas cosas carecían de sentido, pero hacía lo que tocaba.

Luego llegué a tener mi primera pareja estable, la que ahora es mi mujer. Para mí fue y es un pilar muy importante en mi vida. Pero en mi interior seguía sintiendo un indescriptible vacío interior. Me sentía alejado de la felicidad verdadera, pero tampoco sabía los motivos como los sé hoy día.

Trabajé como biólogo y como tecnólogo de los alimentos. Me había preparado bastante bien y tenía habilidades. No me valoraba mucho, aunque lograba superar y solventar satisfactoriamente todos los retos que se me planteaban. Pero había algo que no funcionaba dentro de mí: no me llenaban los éxitos profesionales.

Llegó un momento en el que en mi último trabajo, en el que llevaba 5 años, tuve problemas con un jefe que se empeñó en echarme del trabajo, aunque su superior acabó haciéndome una oferta para un puesto superior. Curiosamente ya me había ocurrido lo mismo en el anterior trabajo. Finalmente, después de unos meses difíciles, tomé la decisión de dejar el trabajo gracias al apoyo de mi mujer.

Me volví a Andalucía para tratar de encontrar trabajo allí, pero vino la crisis y la situación estaba complicada. Un día me desvelé por la noche y vi una oposición para agente medioambiental, un trabajo por el que siempre me había sentido atraído. Me preparé…¡y conseguí la plaza!

Con el tiempo pude darme cuenta de que este trabajo fue el idóneo para que empezara a obrase el cambio en mi interior ya que era un trabajo solitario y en contacto con la naturaleza. Me ofrecía mucho tiempo para pensar y en el coche iba escuchando audios. Sin darme cuenta La Mancha se convirtió en mi desierto particular. Yo venía de otra vida, con una mentalidad aventurera. Había estado viviendo en ciudades grandes, en el extranjero,… Había viajado mucho y tenía muchos planes. Ahora sé que el Señor tenía otros planes para mí.

De repente, pasó algo que removió mis débiles cimientos. Hace diez años nació mi primera hija y volvieron a mí los fantasmas del pasado. Tuve una crisis existencial que comenzó a repercutir en mi carácter. Discutía con mi mujer y los pensamientos negativos acechaban mi mente. Mi hija era una bendición de Dios pero yo sentía que no podía darle lo mejor de mí mismo. Sabía que podía darle más pero mi interior no estaba bien.

Dos años y medio después del nacimiento de mi primera hija, tras una pelea con mi hermano en plena Nochebuena y justo un mes antes del nacimiento de mi segunda hija, me sentía perdido, sentía que mi vida no tenía sentido, que nada iba bien…

No sé muy bien por qué, cogí una Biblia y empecé a leerla. Estuve leyendo todos los días un poco. Seguidamente empecé a escuchar audios y libros sobre crecimiento personal, inteligencia emocional, programación neurolingüística, crecimiento interior, psicología, meditación, espiritualidad, reiki, geometría sagrada, filosofías orientales,… que en mi juventud siempre me habían llamado la atención.

A partir de ahí, mi vida empezó a mejorar. Comencé a descubrir muchas herramientas y a tomar consciencia de muchas cosas que me habían pasado en mi niñez, mi adolescencia y mi juventud. Me puse a trabajar duro para intentar mejorar y sanar. Los resultados fueron llegando poco a poco. Por primera vez en muchos años me sentía bien por dentro. No entendía cómo nunca antes nadie me había hablado de estas cosas pues esas técnicas funcionaban.

Y cuando ya el terreno había sido abonado, empecé a preguntarme qué podía hacer con todo lo que había aprendido, cómo podía darle un giro a mi vida. Sentía la necesidad de hacer algo, había regresado a mí el anhelo y la necesidad de encontrar ese algo que en mi vida siempre había sido una constante. En definitiva, quería darle un verdadero y profundo sentido a mi vida.

Así fue como el día 29 de Agosto de 2017 mi vida cambió para siempre mientras leía el libro Confesiones de San Agustín. Era un libro que siempre había estado en casa de mi madre y la navidad anterior lo había cogido para leérmelo pues siempre me había llamado la atención aunque no sabía muy bien por qué ese libro en particular. En un determinado momento del libro, San Agustín cuenta cómo había encontrado a Dios después de hacer una suerte virgiliana que consistía en abrir un libro de contenido religioso y moral por cualquier parte y leer el primer verso que se ofrecía y aplicarlo al asunto que preocupaba.

En ese momento, le pedí a Dios que abriendo la Biblia me condujera a mi camino, ese camino o esa pregunta que tanto me aturdía y me desesperaba desde hacía tanto tiempo. La Biblia se abrió por Juan 14:6 “Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí”.

Sentí como si me atravesaran, un enorme escalofrío recorrió todo mi cuerpo. En un instante lo comprendí todo: Él siempre había estado ahí. En los dos últimos años había estado tratando de ir al Padre a través de otras técnicas, otras filosofías, otros caminos que me conducían al agua viva y que me habían acercado. En ese momento descubrí que el camino, la verdad y la vida se encontraban en la Fuente de Agua Viva, que no era otra que Jesucristo.

Al día siguiente, escuchando Radio María (que a partir de ese momento se convertiría en mi única emisora de radio y a la que tanto agradezco el bien que me ha hecho), recibí la confirmación a la señal del día de antes. Ese día explicaban cómo el camino del cristiano es un camino conjunto dentro de la Iglesia y que no podemos ser cristianos si no es dentro de la Iglesia. Pusieron como ejemplo las palabras del Papa Francisco: “que tu nombre sea cristiano y tú apellido la Iglesia”.

No sabía por dónde empezar. Yo todavía tenía muchos prejuicios acerca de la Iglesia. También tenía que vencer mi tibieza y mi relativismo espiritual. De pronto, en mi cabeza empezó a rondar la idea de confirmarme. Un día entré en una iglesia en Villarrobledo (Albacete) y vi un cuadro de la Divina Misericordia. Yo no había visto nunca una imagen de Jesús así. Me llamó poderosamente la atención, tanto que le hice una fotografía y la puse de salvapantallas de mi móvil. Posteriormente busqué en internet cuál era esa imagen de Jesús y así supe que se trataba de la Divina Misericordia.

La Misericordia de Dios 6

A la semana de mi encuentro con la Divina Misericordia, empecé a llamar por teléfono a las parroquias de Valdepeñas (Ciudad Real) para preguntar sobre qué tenía que hacer para recibir el sacramento de la confirmación. Tras dos intentos infructuosos en dos parroquias, el padre Emilio me citó en la iglesia del Cristo. Al entrar y ver otro cuadro de la Divina Misericordia del que me sorprendió sus grandes dimensiones lo entendí todo: Jesús me había traído a esta iglesia.

La Misericordia de Dios 7

De repente, surgió en mí un fuerte deseo de confesarme. Como había llegado con tiempo, al ver entrar al sacerdote en el confesionario entré dentro. No recuerdo haberme confesado desde mi niñez. Enseguida el padre Emilio me reconoció y me dijo que me confesaría después de la misa. Al oír la misa, ver su predicación, el fervor de las personas que asistían a esa misa un día de diario me conmoví profundamente. Cuando realicé mi confesión (creo que fue la primera vez que me confesaba de verdad), salieron muchos pecados que tenía acumulados y un profundo pesar inundó mi corazón porque comprendía que le había estado haciendo mucho daño a nuestro Señor Jesucristo con mi comportamiento. Pero al mismo tiempo sentí una indescriptible sensación de alivio, de descanso interior porque me sentía perdonado. En ese momento lloré, a pesar de no haber sido nunca una persona de lágrima fácil.

Sentí una gran felicidad interior y un deseo de conocer todo sobre Jesucristo y la historia de la Iglesia y me puse manos a la obra viendo películas, documentales, leyendo, escuchando Radio María (que para mí ha sido una bendición de Dios) y haciendo retiros y ejercicios espirituales. Durante ese tiempo el dolor se apoderó de mí. Sufría mucho al pensar que Jesús se había sacrificado y muerto por mí y yo le había estado ignorando. Recuerdo que las lágrimas afloraban en mí y no las podía contener.

Sentí que yo era esa oveja descarriada a la que Jesús fue a buscar. Y después de que Jesús saliera a mi encuentro puedo decir que en todo este tiempo ha obrado grandes milagros en mi vida. Tuve que lidiar con una fuerte lucha interior pues el diablo me quería seguir confundiendo.

Fue una lucha espiritual ardua, tenía que vencer las reticencias y los tabús que tenía hacia la Iglesia. Al mismo tiempo había heridas en mi interior que no estaban completamente sanadas. Uno cree que lo que hace no tiene repercusión, pero lo tiene todo, hasta lo que nos parece más nimio.

Aunque este cambio brusco trajo problemas en mi matrimonio debido a que todo había sido muy repentino y no le había dado tiempo a mi mujer a asimilar el cambio viendo cómo me dejaba arrastrar por el ímpetu que estaba viviendo mi alma. Después de unos meses bastante complicados, empezamos a asistir a misa todos los domingos y la palabra fue entrando por el oído. Escuchar Radio María hizo que comenzara a entender lo que me había pasado: era una “conversión”. Eso me llevó a empezar a orar a diario. Poco a poco, iba notando cómo iba muriendo el hombre antiguo de mi vida y cómo iba creciendo el hombre nuevo que siempre había anhelado de la mano de Jesucristo.

El 11 de noviembre de 2020 me pude confirmar después de haberse tenido que retrasar por la pandemia del Covid-19. Y el “destino” quiso que posteriormente llegase a mí la posibilidad de consagrarme a la Divina Misericordia el 11 de abril de 2021, día de la Divina Misericordia.

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Ahora comprendo que Dios respeta nuestro libre albedrío pero no puede evitar que suframos las consecuencias de nuestras propias elecciones. Ahora comprendo que nuestras pequeñas, medianas y grandes elecciones van conformando lo que somos y, lo que es más importante, nuestra relación con Dios.

He descubierto que muchas veces damos por válidos ciertos mensajes que escuchamos y que no llegamos a lo profundo de nuestro ser para discernir y encontrar las respuestas a esas preguntas existenciales que todos tenemos. Esas respuestas no las hallaremos en lo material que nos ofrece el mundo y que resulta palpable, sino en lo trascendente, en el alma y lo sobrenatural, que pertenece a Dios, del cual procedemos, pues por Él hemos sido creados y a Él estamos destinados a regresar y a entrar en comunión. El tránsito por esta vida es efímero comparado con la eternidad y tiene mucha importancia lo que atemos y desatemos en la tierra porque se quedará atado o desatado en los cielos.

Todos tenemos una misión y una historia de vida, algunas con unas circunstancias más complicadas que otras, pero todas las vidas, independientemente de su singularidad, parten de un denominador común que es que somos un espíritu creado por Dios, con una naturaleza común, y que estamos llamados a desarrollar el plan que Dios ha diseñado para nuestras vidas.

Él nos ha dotado de todo lo que necesitamos y solo necesitamos ponerlo a su servicio para poder desarrollarlo. Con su ayuda, nos irá indicando el camino. El gozo, la paz y los momentos de plenitud son los que nos indican que estamos en el camino de Dios. No tienen que coincidir para nada con lo que consideramos gozo, felicidad y plenitud material. Va mucho más allá, transciende lo material, solo tiene pleno sentido en nuestra realidad espiritual. Es más real el espíritu que somos que la materia que nos conforma en tanto que son accidentes pasajeros, hábitos, costumbres y creencias que muchas veces están viciadas y nada tienen que ver con Dios.

Para entrar en comunión con Dios es fundamental la oración y la confianza. Y nos son de gran utilidad para encontrar las respuestas a las preguntas que todos tenemos el estudio de las Sagradas Escrituras y la historia de la Iglesia.

Tenemos una guía o un manual de referencia que es el conocimiento de las Sagradas Escrituras, la tradición de la Iglesia, la oración verdadera y meditada y, sobre todo, nuestras obras. Porque, como dice Santiago, “la fe sin obras está muerta, ambas se necesitan y ambas nos transforman”. Todos estamos llamados a vaciarnos de todo aquello que es material, aquello con lo que hemos ido llenando nuestras vidas hasta el punto de llegar a identificarnos con ello, más que con nuestro propio espíritu. Estamos llamados a vivir del Espíritu, a tratar de acercarnos cada día más al mensaje de vida que Jesús vino a enseñarnos y a no defraudar a ese corazón rebosante de amor que entregó la vida por darnos el mensaje, las enseñanzas y el camino hacia el Padre.

He sido muy afortunado por haber recibido la Gracia de Dios. Ahora puedo dar mi testimonio y decir con orgullo que he sido llamado a la vida por Jesucristo. Ahora he descubierto la verdadera felicidad que dista mucho de lo que pensaba que era la felicidad antes de mi encuentro con Él. Todo mi mundo ha cambiado y tengo una enorme paz interior.

Afortunadamente, mi mujer y mis hijas están creciendo en la fe. Al ver a mis hijas pienso que podrían haberse criado y educado al margen de la Iglesia y esa semilla que yo tuve guardada en mi interior no podría haber estado en ellas. Si tuvieran que vivir una tribulación o un alejamiento como el que yo tuve, quizás les costaría más trabajo encontrar a Jesucristo. Aunque Él siempre está llamando a la puerta y depende de nosotros que queramos abrirle.

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Tengo una gran confianza en Dios. Mi fe está más fuerte que nunca. Cada vez conozco más a la Iglesia y me siento más orgulloso de ella. Cada vez comprendo mejor el camino. Ahora todo lo que ocurre en mi vida tiene sentido, tanto en los buenos momentos, como en los menos agradables. En todos veo la mano de Dios.

Todos los días al despertarme le doy a Dios, a Jesús y al Espíritu Santo las gracias por haberme llamado a su lado y por haberme dado la vida y, sobre todo, por haberme librado de haber llevado una vida insustancial. Y, cómo no, a nuestra madre la Virgen María, gran intercesora nuestra y de todos los santos que entraron en comunión con Dios y que son un testimonio de vida para nosotros, los que nos asisten para que no nos desviemos del verdadero camino, que es el que nos lleva a la Verdad y a la Justicia Divina, no a la de este mundo, sino a la del Reino de Dios. Un Reino que, aunque no podamos llegar a imaginarlo, es fácil intuir que es mucho más que todo lo bueno que nos podamos imaginar. Dios siempre cumple sus promesas y es rico en Misericordia y en Amor. En eso a Él no le gana nadie.

¡Te doy gracias, Señor, por haberte apiadado de este pobre pecador y por permitirme seguir conociéndote y amándote, tratando de servirte de la mejor manera posible!

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