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Hace unos días conocí una nueva palabra: “kintsugi”. Esta palabra alude a una técnica japonesa centenaria que consiste en reparar piezas de cerámica rotas rellenando las grietas con oro. Kin significa “oro” y tsugi “juntar”. ¡Fijaos qué bonito… juntar con oro! No solamente es unir los trozos rotos, sino también hacerlo con un material noble tratando de dejar más bonita que antes la pieza.
Fue algo que me llamó mucho la atención. Lo primero que me vino a la memoria fue el recuerdo de mi abuela María (que hoy tendría 111 años). Pues sí, amigos de los challenges, hace 100 años se practicaba ya esta técnica en mi familia. Mi abuela cuando se le escapaba un punto de las medias (lo que se conoce como hacerse una “carrera”) las llevaba a una señora especialista para que se las arreglara. Cuando la cacerola de la sopa “chispaba”, es decir, que del uso y el calor del fuego le salía un agujerito por donde se salía el agua, la llevaba a un cacharrero que con un poco de estaño tapaba el agujerito y así podía usarse de nuevo la cacerola. Los periódicos, papeles, revistas, etc… los llevábamos a vender para que los reciclasen y con ese dinero me compraba tebeos y cuentos… ¡Y así podría seguir contándonos más y más historias…!

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No se tiraba nada, todo tenía arreglo y se seguía usando. Tal vez le quedaba alguna pequeña señal, sí, pero valía. Las “cosas” tenían un ciclo de vida: se rompían, se arreglaban y se hacían viejas en la casa. Sin embargo, hoy todo lo tiramos. No pensamos ni un segundo en arreglar las cosas. Vivimos en una sociedad consumista en la que lo que no es perfecto se elimina y lo que tiene tara no sirve. Ningún objeto llega a ser “viejo” pues antes se deshace uno de él.
Pero, podemos ir más allá de “las cosas”, ¿qué pasa con las personas? Nosotros también nos rompemos, nos salen heridas por enfados, discusiones, desengaños, duelos, por todos los sinsabores de la vida. ¿Quién repara a las personas?, ¿dónde están ahora el cacharrero o la zurcidora a los que antaño acudía mi abuela? Podéis contestarme que para eso están los médicos, los psicólogos, etc… pero todos sabemos perfectamente que hay cicatrices que ellos no son capaces de sanar.
Vuelvo a recordar a mi abuela cuando decía que había que ir un rato a casa de “menganito” o “sultanito” que habían tenido un problema y necesitaban compañía. Sí, algo tan sencillo como compañía y unos oídos que escuchen eran un gran remedio para mi abuela.
Escuchar, mirar, acompañar… ¿por qué no usar la técnica del kintsugi para curar cicatrices emocionales? Imaginemos que tenemos un caldero con esa amalgama de resina que utilizan los artesanos y le echamos ese polvo de oro que nos servirá para unir las zonas rotas. Una resina que se forma con partes de cariño, comprensión, ternura, luz, etc… Tú mismo puedes crear esa resina creyendo en ti, perdonándote tus errores y perdonando a quien te hirió.
El kintsugi no elimina nuestras cicatrices, sino que las trasforma, siguen ahí, forman parte del ser. Debemos aprender a vivir con ellas, pero tratando de hacerlas agradables a la vista y que sean parte de nosotros mismos de una manera sana.

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Aunque, ¿quién nos puede proporcionar ese polvo de oro que hace que la resina se vuelva fuerte, sólida y brillante?, ¿quién dará ese toque final?, ¿quién será ese maestro maravilloso que hará una obra de arte con nuestros pedazos? La respuesta es bien sencilla: ¡Deja que Dios haga kintsugi contigo!
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