En muchas ocasiones, los seres humanos nos dejamos llevar por el ritmo frenético de nuestras vidas o por el mero hecho de no querer salir de nuestra zona de confort, aquélla que hemos ido construyendo y moldeando a nuestro gusto y en la que únicamente tienen cabida nuestras preocupaciones personales. Son esos momentos en los que dejamos que el yo prevalezca sobre el nosotros empeñados en que todo gire en torno a nuestro ser.
Estas actitudes constituyen, hoy en día, una práctica nociva muy común que, en el caso de los cristianos, se acentúa aún más si tenemos en cuenta que vinimos a este mundo y fuimos bautizados en la fe de Dios para cumplir su voluntad. Y es voluntad de Dios que tomemos conciencia de todo cuanto acontece a nuestro alrededor y nos pongamos al servicio a los demás. Así queda reflejado en las Sagradas Escrituras cuando el mismo Jesús reprende a sus discípulos Juan y Santiago por pretender obtener el privilegio de estar junto a Él en el Reino de los Cielos sentados a su izquierda y su derecha:
“Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por todos.” (Mc 10, 43-45).

Podríamos decir sin temor a equivocarnos que el individualismo es, con permiso de la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza, el pecado capital por excelencia de nuestro tiempo. El hecho de pretender satisfacer en todo momento nuestras propias necesidades nos ciega y nos aleja de las necesidades de quienes nos rodean. El mayor error que podemos cometer es concebir la vida como una carrera, de obstáculos, sí, pero una carrera al fin y al cabo donde solo gana quien llega el primero a meta. Pero… ¿qué tal si nos detenemos en mitad del recorrido a ayudar a quienes se sienten fatigados y faltos de fuerzas? No cabe duda que ese gesto vale mucho más que cualquier “medalla”.
Vivimos en un continuo “sálvese quien pueda”, de ahí que adoptemos una postura cómoda, despreocupada, una postura que nos libera del compromiso social como seres humanos y como cristianos. Miramos al mundo exterior con los ojos de la indiferencia. Pero cuando hablamos de mundo exterior no nos referimos exclusivamente a todo cuanto sucede lejos de nuestras fronteras, de nuestro país, no. El mundo exterior es también aquél que se extiende más allá de nuestra propia casa, un mundo más cercano que, aun sin ser portada de periódicos o informativos, también existe y demanda una atención preferente.
Para justificar nuestra falta de compromiso solemos recurrir a nuestra valiosa enciclopedia de excusas de la que extraemos aquélla que consideramos válida y perfecta para la ocasión. Pero, francamente, no existe excusa perfecta ni válida, ni siquiera la falta de tiempo, entre otras, cuando se trata de contribuir a la sociedad con nuestra labor desinteresada y altruista.
Hay una tendencia dentro del conjunto de la sociedad cristiana a adoptar un comportamiento inmovilista y carente de empatía con los demás. Es fácil de distinguir. Bastaría con pensar cuántos de nosotros nos dirigimos a veces en oración íntima a Dios por intercesión de Jesús o María y rogamos por nosotros o por nuestro entorno más cercano, ignorando a quienes son víctimas del hambre, la miseria, la violencia, las injusticias o la sinrazón. O cuántos de nosotros rechazamos o hemos rechazado en algún momento arrimar el hombro en nuestras parroquias dando prioridad a nuestro yo más ególatra. Por no hablar de cuántos nos hemos planteado alguna vez si tal vez aquellas personas con las que compartimos el mismo banco o la misma eucaristía dominical desde hace años y a las que, a pesar de su presencia semanal, aún no conocemos, pudieran estar precisando de nuestra ayuda.
A los cristianos no se nos puede olvidar NUNCA nuestra condición de misioneros. En palabras del Papa Francisco, nuestra misión como hijos de Dios no es otra que la de que
“todo Bautizado, cualquiera que sea su función en la Iglesia y su grado de instrucción de su fe, es un sujeto activo de evangelización y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores cualificados, en el cual el resto del Pueblo fiel sería solamente receptivo de sus acciones”.

Es aquí donde nos damos cuenta de que hablar del individualismo nos conduce una vez más a hablar de ese término tan vigente en el seno de la Iglesia actual y del que ya se ha tratado con anterioridad en otros artículos: la sinodalidad. Los católicos nos encontramos sumergidos en un periodo sinodal, un tiempo de gracia cuyo objetivo principal es transformar el modelo actual de Iglesia por un modelo más abierto, más participativo. Un modelo de Iglesia de todos y para todos, en permanente escucha, portadora de un mensaje claro y directo, en definitiva, una Iglesia en salida. Y ese objetivo solo puede conseguirse pasando de la singularidad a la pluralidad, del yo al nosotros, del individualismo a la acción conjunta.
Debemos tomar plena conciencia de nosotros como templos vivos donde habita el Señor. Partiendo de esta premisa, sabedores de que juntos somos más y de que aún tenemos mucho que ofrecer, dispongámonos a trabajar en perfecta armonía y comunión en la construcción de un nuevo modelo de Iglesia que sepa escuchar, atender y resolver las necesidades y demandas del conjunto de la sociedad actual, una nueva Iglesia adaptada a las necesidades y demandas de nuestro tiempo. Nuestro deseo de cambiar las cosas debe ser motivo más que suficiente para que, con esfuerzo y dedicación constante, podamos aportar nuestro granito de arena en la lucha diaria contra los males de este siglo.
Miremos, pues, a los ojos misericordiosos, tan llenos de humildad y mansedumbre de nuestro Señor Jesucristo para que, guiados por su luz, caminemos dejando que nuestras manos se conviertan en auténticos puentes de solidaridad abriendo, para ello, las puertas de nuestros corazones de par en par. Solo así llegaremos a comprender por qué los cristianos no hemos venido a este mundo a ser servidos, sino a servir.
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