Imagen de Sheila Santillan en Pixabay
“Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro y a veces lloro sin querer…” (Rubén Darío)
Un grupo de estudiantes compartimos los años del secundario, desde los 12 años hasta los 18, aproximadamente. 40 años después de nuestra recepción volvimos a encontrarnos y fue un canto a la vida, la alegría de compartir lo vivido más allá de todas las diferencias que tuvimos al ser adolescentes. Es hermoso valorar las relaciones que tenemos con las personas con las que hemos compartido vivencias, tiempos de distintas longitudes y distancias y con las que a pesar del tiempo permanecemos unidas en el mundo de los sentimientos.
Y así sucedió el reencuentro. Recibimos mensajes o invitaciones de Whatsapp, comunicándonos unos a otros la alegría de volver a vernos. Por la gracia del destino una compañera tomó la posta de perseverar en la búsqueda para encontrar a unos y a otras.
La comunicación, a veces fácil en este siglo XXI, encontró sus tropiezos. ¿Dónde buscar? Nuestra compañera buscó por cielo, por tierra y por mar (en nuestro caso por río, ya que alguien vive en Islas del Ibicuy, en el delta Entrerriano) buscó por teléfono fijo, por celular, por radio, a través de hijos, amigos y parientes. Y día tras día se contactaron las sonrisas para recordar la adolescencia.
La noche del 23 de enero por fin llegó. La anfitriona corrió, pues parece que los minutos son horas y no llega el asador. Llegamos temprano para charlar. Lo hicimos bastante puntuales para tener las edades que tenemos. Llegamos con dulces sonrisas. El celular permitió tomar una imagen de cada una a nuestra llegada. ¡Cualquiera diría que habían pasado cuarenta años!, ¡si estábamos iguales! Las cuatro décadas habían pasado dejando el recuerdo de las muchachas de ayer.
Esas cuatro décadas que comenzaron al terminar el secundario no eran las cuatro décadas de Arjona. A lo largo de todo este tiempo habíamos cosechado una riqueza de experiencias, hecha de luchas, lágrimas, momentos felices, casamientos, recepciones, llegada de nietos, luchas, ganancias y pérdidas. Habíamos recibido a nuevas personas, despedido a otras y soltado sueños que se fueron, y otros que llegaron. Habíamos tenido hijos, nueras yernos y nietos… Estábamos transitando la etapa dorada de ser abuelos… abuelos en serio, de esos que tienen cuentos, historias vividas para contar.
¡Todavía nos conocíamos!, ¡todavía nos veíamos! Y todavía teníamos la juventud suficiente como para reír juntas, de todas nuestras características especiales, y de todas las acciones adquiridas ahora que estábamos llegando a la “sexalescencia”.
Sé que aquel 23, en algunos momentos, volvimos a tener 15 años, volvimos a soñar, a ruborizarnos, a recordar las anécdotas que se nos confunden los años pero no los sentimientos. Y, cada una con su camino recorrido, pudimos compartir las tareas que la vida nos llevó a realizar y las conclusiones que con la experiencia pudimos sacar. El mundo es un pañuelo, más allá de los comentarios, teñido más de sentimientos que de acciones, mezclando nuestra realidad vivida, con la recordada.
Es bueno compartir las conclusiones halladas. Porque “la sal del tiempo nos oxidó la cara”. La vida para todos tuvo de cal y tuvo de arena, pero a todos nos enseñó que “estamos vivos y vivimos”. Y eso es lo importante que pudimos decir PRESENTE. Festejemos la VIDA, que es el mejor tesoro que podemos tener. Porque “la vida es bella” y debemos valorarla, nunca juzgarla.
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