Imagen de Gerd Altmann en Pixabay
Hace algún tiempo atrás, solía al despertar cada mañana ponerme en acción conforme a las actividades que mi agenda demandaba o según lo previamente planeado para “ir cumpliendo con lo que tenía o debía hacer”, provocando en mi vida un “corre y corre cotidiano” y viviendo deprisa al ir viendo las hojas de la agenda pasar página tras página, cambiando de fecha como si fuese un carrusel en constante movimiento. Tal vez este escenario también era o es típico y común para muchas personas en distintos lugares de nuestro mundo actual.
Ante tal desafío cotidiano de enfrentar las prisas y la versatilidad de un mundo meramente mecánico que nos atrapa en un sin número de actividades, creo que valdría la pena el detenerse, desacelerar el paso un poco al estilo del conocido slow down movement (ir despacio o más lento) y permitirse disfrutar del camino.
Recuerdo, así, una tarde soleada de invierno, con música relajante que armonizaba con los latidos de mi corazón y pidiendo serenidad y honestidad conmigo misma, el surgimiento de palabras como ecos en mi interior para reflexionar el ritmo de la vida, especialmente sobre el ritmo de mi propia vida.
Pedía a Jesús de Nazaret su “toque sanador” para limpiarme igual que al leproso: “Entonces se le acercó un leproso y se postró ante él, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Jesús extendió la mano, lo tocó y le dijo: Quiero, queda limpio. Y al instante, quedó limpio de la lepra” (Mateo 8:1-3). Fue el hecho de experimentar la sanación y eliminación de todo lo que nos abate día tras día a través del “Sí quiero” de Jesús, pues Él constantemente sale a nuestro encuentro. La cuestión es preguntarse… ¿realmente yo quiero?
Para algunas personas, entre ellas, me incluyo, el creer y confiar en ese “toque sanador” que aligera nuestro caminar y nos impulsa a actuar con plena conciencia de cómo Dios actúa en nuestras vidas es realmente un regalo divino que se puede disfrutar día a día sin prisas, sin cargas, sin miedos, sin expectativas de nada, sin quejidos ni lamentos. Sólo abrirle el corazón a Dios para dejarse tocar con su amor y así aprender y saber vivir mejor.
Por otra parte, las prisas cotidianas y la inconsciencia entre “otros males”, nos vuelven “ciegos” e imposibilitan sentirnos plenos, sentirnos vivos en este mundo acelerado y, tal vez, enfermo de la destrucción humana en varios aspectos, entre ellos, la naturaleza. Jesús de Nazaret también quiere que veamos con esperanza y nos invita a ver la causa de nuestra ceguera: “Mientras caminaba, Jesús vio a un hombre que era ciego de nacimiento. Sus discípulos al verlo le preguntaron: Maestro, ¿Por qué nació ciego este hombre?, ¿fue por un pecado de él o de sus padres? Jesús respondió: La causa de su ceguera no ha sido ni un pecado de él ni de sus padres. Nació así para que el poder de Dios pueda manifestarse en él” (Juan 9,1-3).
Y es entonces cuando vuelvo a reflexionar, a meditar, a orar, a seguir creyendo que Dios quiere que “yo vea” o, mejor dicho, que “veamos con otra mirada”, con “su mirada” y veamos su grandeza en todo. Dios quiere que veamos la luz del sol en cada amanecer, en cada atardecer, que contemplemos su luz en el rostro de los niños, que admiremos la belleza y el color de las flores y de las personas distintas que existen y coexisten entre las diferentes culturas.
Finalmente, estoy convencida de que es devolviéndome la “vista” lo que Dios me muestra al distinguir entre lo que pasa de la oscuridad a la luz. Es ese ir transitando por la vida con una luz que nos devuelve la confianza, la esperanza universal que tenemos de un mundo mejor y, por supuesto, esa luz que ilumina nuestra propia existencia y sentido de vida. Por eso y por muchas cosas más no titubeo al decir: “Señor yo sí quiero ver”.
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