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Nunca he tenido gato, no me gustaban los gatos. Incluso puedo decir que me daban cierto respeto. Bueno no os engaño, me daban miedo. Desconfiaba de ellos, solo veía sus largas y afiladas uñas y esos finos colmillos felinos.
Pero, lo que son las cosas, todo cambió desde el momento en que mi hija decidió adoptar una gatita. Cuando se va da vacaciones, le toca a “la abuela gatuna Inma” quedarse con el animalito. Lo que se hace por los hijos, desde luego, que no se hace por nadie más.
La primera vez que me quedé con ella pensaba y pensaba cómo iba yo a encarar este asunto. Si me daba miedo coger al animalito en brazos… ¿cómo íbamos a convivir una semana? Me armé de valor y me traje a Sina (que así se llama) a casa.
¡No sabéis la cantidad de equipaje que traía mi amiga felina…! Comedero, bebedero, arenero, rascador, comida de gato, cepillo del pelo, corta uñas… ¡menuda maleta…! Mi hija también me dejó un listado de lo que podía y no podía comer y unas golosinas de gato para que, mediante el estómago, nos hiciésemos amigas.
Cuando se fue mi hija la gata se quedó bajo una silla sin dejar de mirarme. Yo le devolvía la mirada. Era una mirada recíproca de desconfianza y miedo entre las dos.
Los que estéis leyendo mi artículo os estaréis preguntando qué tiene que ver esta historia con Challenge Internacional. Quiero contaros mi experiencia y la conclusión a la que he llegado a través de ella: ¡NOSOTROS SOMOS LOS GATITOS DE DIOS!

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Pues bien, estuvimos ese primer día sin acercarnos mucho. Ella comía y bebía cuando no estaba yo cerca. Buscaba estar bajo sillas o mesas, incluso escondida. Yo la llamaba, intentaba jugar con ella, pero no había modo. Dejé que pasará ese primer día y más o menos igual el segundo.
Al día siguiente tomé una de sus golosinas y conseguí que se acercase. El caso es que no éramos unas desconocidas. Cuando voy a casa de mi hija jugamos con una cuerda y se suele acercar un poco a que le acaricie, pero estaba en otro terreno y no se fiaba nada de lo que tenía alrededor por más que yo intentaba que nos hiciésemos amigas.
Esa noche ya conseguí que se tumbase en su mantita al lado de mí en el sofá y empecé a mirarla de otro modo. Ya empezó a moverse con más confianza por toda la casa y a comer y beber cuando yo estaba cerca. Me di cuenta de que los gatos no van arañando o mordiendo a todos los que se les acercan. Incluso era muy relajante acariciarla cuando estaba en la mantita a mi lado. Así fue como poco a poco nos fuimos conociendo.
Aprendí que los gatos son unos animales muy especiales, muy limpios, muy cuidadosos, muy independientes. Un gato no va detrás de su amo, es más bien el “amo” de su dueño. No juegas con el gato cuando tú quieres sino cuando al gato le apetece estar contigo y tenerte cerca. Llegas a casa y no corre a saludarte como hacen los perritos, sino que se queda quieto y te mira.
En verano me volví a quedar con la gatita quince días y ya éramos amigas. Empecé a tomarle mucho cariño, pero ella seguía siendo “gato” con sus ritmos, con sus formas. La acaricias si quiere que la acaricies, aprendí que maullaba de distintas formas según quería una cosa u otra y cuando pedía algo era realmente muy insistente. Salir al patio le daba miedo y en ese momento se metía entre mis piernas o debajo de la silla donde yo estaba. Y cuando quería jugar lo pasábamos genial.
Me di cuenta de que quería a Sina y pensé… ¡sería bueno que todos nos amásemos los unos a los otros con la misma intensidad con la que podemos llegar a querer a un gato…! Porque de un gato no esperas nada. Simplemente le cuidas, le preparas su comida y limpias su arenero, le acaricias y te llenas de paz, aunque unos minutos antes haya salido corriendo sin hacerte ni caso. Incluso de vez en cuando se enfada y te bufa. Dar cariño sin querer nada a cambio, disfrutar solo de su presencia… ¡Así deberíamos amarnos los unos a los otros lo mismo que queremos a un gato…!

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Al quedarme sola también pensé… ¡nosotros nos portamos con Dios como si fuésemos gatos…! ¡Sí!, como si fuésemos sus gatitos. ¿Cuándo acudimos a Dios? Cuando nos apetece, cuando nos da una “golosina”. Acudimos a él cuando tenemos miedo como la gatita al salir al patio. Sabemos que está cerca pero no le prestamos atención nada más que cuando nos apetece a nosotros. Sin embargo, Dios está ahí siempre con su infinita paciencia limpiándonos el arenero y procurando que estemos alimentados cada día. Dios nos ama como se quiere a los gatos, sin esperar nada, riendo con nosotros, sin perdernos de vista, con su infinito amor. Porque Dios nunca deja de amarnos aunque a veces le “bufemos” como hacen los gatos.
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Lindo artículo. Gracias.
Muy buena comparación.
Al leerlo me senti como esa gatita que describes y cerre los ojos para agradecerle a Dios por cuidarme y quererme tanto como esa gatita escurridiza que soy.