Un día recibí por internet esta frase:
“Cuando estuve triste, mi abuela me enseñó a tejer… Ahora entiendo que me estaba enseñando a mantener la calma durante la tormenta”.
Me acuerdo que mi abuela me enseñó a tejer cuando era muy pequeña, recién comenzada la educación primaria. Como integrante de Cáritas en aquella época llamada “Ayuda fraterna” mi abuela recibía desechos de lana industrial de las tejedurías de la Capital. Inmensos “matetes” de lana (restos enredados de lana muy finita de distintos colores) que con voluntad de usarlos había que desenredar y luego combinar para tejer ropita de bebés y niños.
En aquel tiempo siempre había tiempo porque para entretenernos teníamos algo que hacer. Pero ese hecho de buscar la mayor cantidad de lana de un color y de otro teniendo toda la tranquilidad del mundo se me hizo tarea grata. Yo digo que parece tan engorroso, pero al contrario. Para ejercitar la paciencia me resulta agradable. Aún hoy si tengo que desarmar algún pequeño enredo de hilos de colores lo hago con gusto.
Pues bien, en esa época lográbamos unir los pedazos y las hebras cuanto más largas, mejor, en pequeños ovillos que como eran tan finitos luego teníamos que unir varias hebras y así podíamos tejer pequeños zapatitos para bebés. Haciendo zapatitos aprendí a tejer al crochet. Y aunque en aquel momento fue una manera de entretener a una niña en edad escolar, hoy día constituye un gran refugio para las ideas desordenadas o inquietas o una expresión de creatividad que me permite realizar muñecos pequeños, adornos o pequeñas carpetas. Y también cosas no tan pequeñas como chalecos, combinando los colores. Tejer fue mi gran refugio en el pasado confinamiento.
Las tormentas estuvieron siempre presentes a lo largo de mi vida. Cuando llegó la hora de la jubilación, tejí sin descanso unas cuantas semanas hasta que me hice a la idea de que debía llevar otro ritmo de vida y tener más serenidad, utilizar ese tejido para crear distintas cosas. Tejí suvenires para los cumpleaños, algunos atrapa-sueños, almohadones,… imitando pequeños cactus de adorno o elaborando regalos originales.
Cada vez que viajo, en mi bolso llevo lo que se llama un «set de tejido de viaje» (al igual que a los libros para el viaje se les llama pack de lectura). Si en algún momento hay alguna dificultad, que siempre suele suceder en las excursiones, mi manera de enfrentar el momento es ponerme a tejer. Recuerdo que en una ocasión el ómnibus estuvo detenido por error dos horas y durante ese tiempo tejí una gorra para regalar como siempre. Otra vez, en tránsito detenido por más de una hora y bueno de allí hice unos rosarios tejiendo todas sus cuentas con hilos de colores. También en un viaje en avión tejí unas polainas. Las tejí durante el viaje de ida y a la vuelta las deshice en el aeropuerto para hacerlas de nuevo porque estaban mal hechas debido a la tensión del viaje de ida.
Además de tejer me enseñó a rezar, lo que me ayudó también a tener calma en medio de las tormentas de la vida. Principalmente, me enseñó a rezar el rosario. Todos los días a las seis de la tarde en la bien cuidada, limpia y ordenada sala de estar se realizaba una ceremonia: se abría la capillita con la imagen de la Virgen milagrosa, se encendía una vela y mi abuela rezaba el rosario con quienes la acompañaban.
Aún siento el olor de ese lugar que siempre manteníamos ordenado y la llama tintineante de esa velita sobre un sencillo candelabro. Recuerdo las oraciones repetidas como campanadas y las manos de mi abuela con sus rosarios hechos de semillas con muy lindo crucifijo. Recuerdo que el rosario siempre descansaba en el bolsillo de mi abuela. Cada vez que tenía una preocupación su mano sostenía el rosario. Y aunque anduviera trabajando yo sabía que rezaba, que en todo momento rezaba…
Sin duda, todas estas cosas que se viven y se aprenden de nuestros mayores son cosas que nos enriquecen y se recuerdan toda la vida.
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